Hace unas semanas, Hillary Clinton, en el discurso que marcaba el final de su campaña política, a la hora de valorar el terreno que durante décadas han ido ganando las mujeres en su país utilizó a las astronautas como ejemplo: “Mientras estamos aquí hablando, la mujer número 50 en abandonar la Tierra orbita sobre nuestras cabezas”. En ese vistoso empeño que ha hecho Estados Unidos por conquistar el espacio, las mujeres, a pesar de la tumultuosa cincuentena esgrimida por Clinton, han desempeñado un papel especialmente infeliz. En 1958, cuando la NASA inauguró la carrera espacial, el sexo de los astronautas era determinante, y, de no haber sido así, es muy probable que el primer hombre en la Luna hubiera sido mujer. El 22 de diciembre de aquel mismo año inaugural apareció en todos los periódicos del país una convocatoria para candidatos a astronauta; se ofrecía un salario anual que oscilaba, según las aptitudes del aspirante, entre 8.330 y 12.770 dólares de la época, y en el inciso III, unas líneas por debajo del salario, decía con todas sus letras: “Los aspirantes deben ser hombres de entre 25 y 40 años”. También se especificaba, un poco más abajo, que para ganarse uno de los siete puestos que se ofrecían era necesario resistir una batería de 75 pruebas físicas, de dureza extrema, y otras tantas de espectro psicológico. Aunque la convocatoria excluía, de forma rotunda, a cualquier mujer que pudiera optar por el novísimo trabajo de astronauta, el director del área científica de la NASA, William Randolph Lovelace, hizo algunas excepciones: 14, para ser precisos.
Aquel programa primigenio, que años después se encadenaría con el Gemini y con el Apollo que finalmente llegó a la Luna, se llamaba Mercury, y tenía entre sus objetivos observar el comportamiento del organismo humano en el espacio exterior y, sobre todo, convertirse en líder de la carrera espacial, porque un año antes la Unión Soviética, de forma sorpresiva y altanera, se había colocado a la cabeza con el lanzamiento del Sputnik II, una sólida nave de diseño rudo que llevaba en su interior una perra siberian husky de nombre Laika; el animal había viajado con el cuerpo sembrado de electrodos, iba con la encomienda de probar de qué forma se desenvolvía un mamífero en el espacio exterior, y de paso también la de celebrar, con su hazaña eminentemente involuntaria, el 40º aniversario de la Revolución de Octubre. Los primeros informes, de manufactura desde luego soviética, decían que Laika había sobrevivido una semana a bordo del Sputnik II y que después había muerto en paz y sin experimentar dolor alguno. Pero otro informe más reciente, desclasificado en 2002 y también de manufactura soviética, dice que Laika murió de pánico y sobrecalentamiento unos minutos después del despegue. Como los dos informes provienen de la misma fuente, no queda más que acogerse a la evidencia final, donde cabe cualquier cosa que quiera decirse sobre el destino de Laika: cinco meses después de su lanzamiento, el Sputnik II, con la perra no se sabe si viva o muerta, pero en su interior, se desintegró cuando sobrevolaba Barbados.
El doctor Lovelace era un experto en medicina espacial y contaba entre sus galones la invención de la máscara de oxígeno de gran altitud, esa suerte de trompa que cubre nariz y boca y que se ponen los pilotos de los aviones de combate. Como Lovelace era un científico sumamente comprometido, decidió que él mismo probaría su invento, así que subió a 40.200 pies de altitud, a bordo de un bombardero B-17, y desde ahí se tiró con el prototipo de la máscara puesto. Pero la altitud y el frío eran tan salvajes que el doctor Lovelace, justamente después de abrir su paracaídas, quedó inconsciente y no se recuperó hasta que estaba a unos cuantos metros de la Tierra, colgando de la rama del pino donde su paracaídas se había enganchado. Muchos años dedicó el doctor Lovelace a la investigación espacial, hizo una de las carreras más contundentes que recuerda la NASA, y como punto final, paradójico y trágico para esa vida dedicada a resolver los misterios del vuelo, se estrelló en un avión en Aspen, Colorado. Como homenaje a su colega desaparecido, la comunidad científica eligió un cráter en la Luna, de 54 kilómetros de diámetro, y lo bautizó con el nombre de Lovelace Crater.
Aun cuando en EE UU la historia del vuelo dentro y fuera de la atmósfera ha sido esencialmente masculina, las mujeres han estado involucradas de manera activa, casi siempre a la sombra. En 1930 había 200 mujeres piloto registradas; para la II Guerra Mundial, el número ascendía a 935 y constituía el 31,3% del personal de la Fuerza Aérea. Aunque el porcentaje era significativo para esos años, las mujeres no tenían derecho al grado militar y desempeñaban exclusivamente tareas de apoyo: pilotos de pruebas, controladoras aéreas, mecánicas o instructoras. No obstante, en 1958, cuando Lovelace se puso a diseñar la misión del Mercury 7, descubrió que uno de los mejores historiales de la Fuerza Aérea correspondía a Geraldine Cobb, una mujer que a los 28 años llevaba 7.000 horas de vuelo y tres récords mundiales de aviación. Uno de los requisitos para formar parte de la misión era, como se ha dicho, ser hombre. Sin embargo, Lovelace encontró en Geraldine a la candidata perfecta; era tan diestra y resistente como cualquier astronauta hombre, y además su complexión se ajustaba perfectamente a los requerimientos de la nave, que contaba con un espacio mínimo para la tripulación y no admitía cuerpos que midieran más de 1,80 metros ni que pesaran más de 82 kilos. A todo eso se sumaba el dato crucial de que las mujeres consumen menos oxígeno que los hombres, y esto constituía una gran ventaja para esa misión donde cada gramo de oxígeno que se enviaba al espacio costaba alrededor de 77 dólares.
A Lovelace le pareció que éstos eran argumentos suficientes para incluir a pilotos mujeres en la convocatoria, y comenzó a trabajar con ellas en un grupo paralelo de 13 astronautas; el otro grupo, el de los hombres, había sido rápidamente constituido con los elementos más destacados de la Fuerza Aérea. Lovelace trabajaba, bajo una presión extrema, en un centro de investigación médica que él mismo había fundado en Albuquerque, Nuevo México, y que dos décadas más tarde, en 1979, quedó inmortalizado en la novela The right stuff, del escritor Tom Wolfe. La idea de que los rusos, luego del palo que había significado el vuelo de la perra Laika, consiguieran poner primero a un hombre en órbita aterrorizaba a los directivos de la NASA, entre otras cosas porque la conquista del espacio era una de las prioridades del presidente Dwight Eisenhower; tanto que mientras Lovelace confeccionaba su tripulación, otro departamento se ocupaba de poner en órbita la nave Little Joe II, que era la respuesta directa al Sputnik II, pero, en lugar de un siberian husky, llevaba a bordo un mono, de nombre Sam y sexo, por supuesto, masculino. Con esa misión, la NASA logró tratar de tú a tú a la URSS; ambos países habían mandado un organismo vivo al espacio, y en lo que trataban de dar el golpe definitivo enviando a un hombre, EE UU se puso temporalmente a la cabeza con el lanzamiento, unos meses más tarde, de la nave Little Joe I-B, que llevaba dentro un mono hembra con un nombre que reflejaba el superávit de testosterona que había entonces en la NASA: en lugar de llamarla Cindy o Rosy, los responsables de la misión le pusieron Miss Sam (Señorita Sam), en honor al mono macho que la había precedido.
A mediados de 1960, el doctor Lovelace, convencido de que en la tripulación del Mercury 7 tenía que haber mujeres, aplicó a un grupo de 14 la misma batería de pruebas físicas y psicológicas que a los hombres; como se trataba de pruebas muy arduas y sofisticadas, las candidatas tenían que desplazarse hasta el centro de investigación que tenía Lovelace en Nuevo México y hospedarse ahí durante varias semanas. Aquella estancia que para los hombres –todos oficiales de la Fuerza Aérea– era pura rutina, para las mujeres, que pertenecían al mundo civil, suponía un enorme sacrificio que les generaba dificultades con su familia y en sus trabajos. Geraldine Cobb, por ejemplo, era, además de piloto de caza sin grado militar, ejecutiva de una compañía que diseñaba piezas para el fuselaje de los aviones. El resultado de las pruebas confirmó lo que el doctor Lovelace había previsto: mujeres y hombres están igualmente capacitados para ser astronautas, pero también descubrió que las mujeres soportan mejor la presión psicológica y las angustiosas horas de soledad espacial a las que está expuesto un astronauta. Convencido de que la tripulación del Mercury 7 tenía que ser mixta, y sobre todo de que Geraldine Cobb, que era el astronauta más capaz que tenía la NASA, debía encabezar el proyecto, envío los resultados de su selección a George Low, que entonces era director de misiones espaciales.
Mientras la junta directiva deliberaba, los rusos asestaban el palo definitivo, un palo del que Estados Unidos no podría recuperarse hasta 1969, cuando Neil Armstrong pisara la Luna con sus botas: el cosmonauta Yuri Gagarin fue puesto en órbita en abril de 1961 y permaneció 108 minutos gravitando alrededor de la Tierra; aquella proeza se adelantó un mes al lanzamiento del Mercury 7, que con todo logró completar una misión exitosa que igualó nuevamente la carrera espacial. Al mando de la nave iba el astronauta Alan Sheperd, un destacado elemento que, además de ser el primer estadounidense que salió al espacio, fue años después el quinto hombre que pisó la Luna; el resto de la tripulación del Mercury, los otros seis, eran todos hombres. Las mujeres fueron finalmente descalificadas por la directiva; cada una recibió en su casa un telegrama, firmado por el mismo George Low, donde decía: “No sentimos, en este momento, que esto represente alguna ventaja para nuestro programa espacial”.
Dos años más tarde, en 1963, cuando Geraldine Cobb ya había colgado su traje de astronauta y se había convertido en una alta ejecutiva, los temibles rusos pusieron en órbita la nave Vostok VI, tripulada por Valentina Tereshkova, la primera mujer en la historia que salió al espacio; había sido elegida entre 400 candidatos, tenía 26 años y el nombre falso, y juguetón, de Chaika (gaviota en ruso). A pesar del precedente que estableció Chaika, la decisión de no incluir a mujeres en el programa espacial de la NASA se mantuvo hasta 1983, cuando Sally Kristen Ride protagonizó un acontecimiento que llevaba más de 20 años de retraso: en una misión de seis días a bordo de la nave Challenger, se convirtió en la primera mujer estadounidense en salir al espacio. Un año más tarde rizó el rizo de Tereshkova al convertirse en la primera mujer de la historia que caminó, durante 3 horas y 35 minutos, por el vacío espacial.
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