lunes, 28 de abril de 2008

«No fui a la escuela, solo sé matar»

Fuente: La Voz de Galicia.

Ya no llevan el parche en el ojo, ni el loro en el hombro ni la botella de ron bajo el brazo. Hoy, si alguien escribiera con esos mimbres una novela de piratas en alta mar perdería el tiempo. El capitán Garfio de nuestros días es rápido e inmisericorde, nada le impide desvalijar un petrolero a media noche o apropiarse de un yate de lujo a plena luz del día. Y rara vez deja testigos.

El puerto deportivo de Manila, la capital de Filipinas, ofrece el típico paisaje de postal, dominado por las velas blancas y con las palmeras de fondo. Pasadas las diez de la noche, Peter y unos amigos preparan una fiesta a bordo de su yate: champán bien frío y caviar, aparte del millón y medio de dólares en monedas de oro antiguas que guardan en el camarote.

De pronto, siete hombres armados hasta los dientes irrumpen en cubierta. Uno de ellos grita: «¡El dinero, rápido, o te mato!». Peter, australiano adinerado, siente el cañón de un arma en su cabeza; «¡Entrégame el oro, rápido!», insiste quien parece ser el líder. Peter obedece. Los asaltantes cogen el botín, reembarcan en su lancha y desaparecen en la noche. El ataque ha durado en torno a tres minutos.

La experiencia de Peter no es excepcional. De hecho, Filipinas, sobre todo las islas del sur, es uno de las geografías preferidas por los modernos piratas.

Peter todavía se indigna al recordar aquel suceso: «La policía localizó a los asaltantes unas semanas más tarde, pero apenas quedaban monedas de oro». Patrick, amigo de Peter, levanta las cejas y pregunta con ironía: «¿Podría estar la policía implicada?». Oficialmente, los agentes solo recuperaron el veinte por ciento del oro: «¿No será que el resto desapareció en los bolsillos de los oficiales? Puede que hasta el jefe de policía de Manila estuviera implicado», apunta Peter.

Eric Ellen, director de la Oficina Internacional Marítima, agencia que hace un seguimiento de la piratería, dice que esa posibilidad es real. Los intereses de los policías corruptos, los mafiosos y los piratas no siempre colisionan: «Usted solo necesita indicar qué barco le interesa -relata Ellen- y poner un cuarto de millón de dólares encima de la mesa, inmediatamente dispondrá de hombres que harán el trabajo. Aquí es posible organizar el asalto de un mercante desde la habitación del hotel».

Uno de los actos más brutales que han perpetrado los piratas se produjo en un bulkcarrier que navegaba al sur del mar de la China. Los 23 tripulantes fueron asesinados y sus cuerpos lanzados al agua; días después, los cadáveres fueron encontrados por un pescador.

Mindanao, el no va más

Zamboanga, al este de la isla de Mindanao, es una ciudad abigarrada. En la isla actúa una poderosa guerrilla, el Frente Moro de Liberación Nacional (FMLN), grupo islámico y separatista. La presencia del ejército en las calles, los secuestros y los episodios sangrientos son cotidianos.

La policía es ineficaz o corrupta, de modo que los hacendados y los comerciantes tuvieron que buscar soluciones y han creado sus propios ejércitos privados. En paralelo, grupos de gamberros armados vagan por las calles aterrorizando a la población.

En Mindanao nadie está dispuesto a hablar claro, esto no es Manila; pero quienes hablan coinciden en que Mindanao, la isla de Jolo y el archipiélago de Sulu conforman un triángulo en el que guerrilleros y piratas son capaces de todo.

¿Cuántos piratas actúan en la zona? Imposible saberlo. Organizados en grupos de veinte miembros, como máximo, son despiadados y metódicos; nadie les pone coto en cientos de kilómetros cuadrados y sus lanchas son más rápidas que los navíos del servicio de guardacostas.

Los piratas poseen una tupida red de informadores y en ocasiones operan con la complicidad de miembros del ejército y de la policía. De hecho, el sueldo medio mensual de un policía filipino o de un soldado ronda los cien dólares, de modo que no es extraño que muchos de ellos prefieran ganar un complemento salarial antes que morir como héroes.

El área que controlan los piratas está protegida por una cadena de islas montañosas cuyas costas están cubiertas por una frondosa vegetación tropical. Escondidos en sus guaridas, cual arañas, los piratas se limitan a esperar a que un navío rompa el horizonte. La táctica es simple: ponen proa al buque con su lancha rápida, lanzando balas trazadoras -por ejemplo- y si el barco responde con suficiente potencia de fuego, la incursión es suspendida. Nunca se arriesgan a sufrir pérdidas. Pero la mayoría de barcos carecen de armas de defensa adecuadas.

Los piratas filipinos se apoderan de todo: dinero, joyas, mercancías e incluso pescado. Las víctimas -casi siempre pescadores, marineros de la mercante y, en menor cuantía, turistas- permanecen a bordo, reducidos, durante el pillaje y en pocas ocasiones los piratas matan a los tripulantes, pero si disponen de tiempo, casi siempre violan a las mujeres.

En la isla de Jolo es perceptible la tensión. Hace dos días dos grupos de piratas rivales sostuvieron un tiroteo a lo largo de la calle principal de Jolo City. La policía no intervino hasta que finalizó la refriega y se limitó a contabilizar los cadáveres: una docena. Todo muy rutinario.

Jerry, pirata con «licencia»

Jerry, pirata confeso y a la vez jefe de la milicia privada que protege al gobernador de la isla, pasea tranquilamente. Las autoridades le resbalan. A cambio de ciertos servicios a los poderes locales, él y su cuadrilla gozan de libertad para actuar con impunidad.

«A mis hombres y a mí nos llaman Tora Tora», comenta Jerry con orgullo al citar el código que utilizó la Marina de guerra japonesa para dar la orden de atacar Pearl Harbour: «Como los japoneses durante la guerra, nosotros nunca regresamos a puerto con las manos vacías», remata.

Jerry confiesa su debilidad por la lotería y el póker, de modo que cada vez que pierde busca «trabajo»; es decir, un botín.

Un mercante aparece en el horizonte y los hombres de Tora Tora saltan a sus lanchas. Cuando Jerry regresa comprueba con disgusto que el botín es pobre: algunas joyas, relojes y un puñado de dólares. Para compensar, Jerry decide asaltar varios jeepneys (taxis colectivos) de los que circulan por la red viaria de Jolo.

Jerry es tausug (etnia filipina de religión musulmana), como la mayoría de los joleños. Sus antepasados vivieron la creación del sultanato de Jolo -en el siglo XV, antes de la llegada de los españoles-, cuya principal fuente de riqueza fue la trata de esclavos. Hoy, el comercio, casi todo de contrabando, con Sabah y la piratería constituyen su base económica.

Jerry, que tiene la piel y el pelo muy oscuros, sigue siendo en el fondo un guerrero, al igual que todos los tausug: «Decapité a mi primer enemigo con un cuchillo y colgué su cabeza en mi casa -resumiendo su trayectoria profesional- porque había faltado el respeto a mi familia y en mi pueblo se admira a los hombres que saben defender su honor».

Para los tausug, la venganza es ley, lo que ha generado un círculo vicioso, pues quien restaura su honor se convierte en objetivo. Es casi imposible romper esa dinámica. Solo hay una salida real: abandonar la región o ejercer de pirata a tiempo completo.

Asesinar entre risas

Las islas Tawi-Tawi, en el área sur de Filipinas, son otro punto caliente de la piratería. Los pesqueros han sustituido a los galeones del Imperio español. Zarpan al caer la noche y utilizan focos para atraer a los peces. Desde la distancia parecen luciérnagas bailando entre las olas. Son presa fácil: «El otro día atacamos un pesquero -comenta Jung Jung, pirata local-, cogimos todo, también el motor, y le pegamos un tiro a cada uno de los tripulantes para evitarnos preocupaciones».

Jung Jung nos ofrece ser testigos de una matanza o de una sesión de tortura: «Han venido al lugar y en el momento adecuados -dice-, tenemos un método de tortura especial para nuestros prisioneros, los colgamos por los pies de la rama de un árbol y los quemamos, como si fueran cerdos». Jung Jung se echa a reír y añade: «Y luego nos comemos sus orejas».

¿Un simple alarde? Consultamos a Pilar, asistente social en la zona, que sin dudar da por cierto lo dicho por el pirata. Pilar ayuda y defiende a las víctimas de la piratería, por lo que estos la han amenazado varias veces: «He visto filas de cadáveres. En Tawi-Tawi la media de muertos mensuales es de veinte». Para Pilar, el aspecto más complejo de su trabajo es conseguir que los supervivientes de un ataque cooperen: «Es muy difícil que las víctimas hablen y casi imposible que denuncien. En una de las ocasiones en que convencí a los supervivientes de una matanza para que acudieran a identificar a sus atacantes, resultó que al final ninguno de los acusados fue procesado: ¡eran miembros de la milicia privada del gobernador!».

La Administración es «ciega»

En los ayuntamientos de la región nos confirman indirectamente que Pilar ofrece una versión real del asunto: «¡Aquí no hay piratas!», insisten para tranquilizarnos...

En Sitangkai, pequeña isla del archipiélago Sulu, vive Choki, de 30 años: «Hago esto -se refiere a asaltar barcos- desde hace diez años. No sé cuánta gente he matado». Pero sí recuerda el asesinato de su padre a manos de una banda cuando él era niño. Y luego aprendió a luchar y a matar: «No fui a la escuela, solo sé robar y matar».

Choki tiene su propio lema: «Matar es comer y el rifle es mi vida». Desconoce la compasión: «Desprecio a mis víctimas, siempre, tengo ganas de sacarles las tripas». Choki prescinde de leyes, solo respeta una: la de la selva. Ni tampoco tiene inclinaciones políticas. Es tan independiente como su barco, va a la deriva sobre los mares de Sulu, explorando el horizonte en busca de víctimas. No tiene amigos ni hogar; solo conoce varios enclaves costeros donde sus anfitriones, aterrorizados, le ofrecen un tazón de arroz y un lugar para dormir a cambio de que respete sus vidas.

Y solo de vez en cuando, Choki y sus colegas van «a la ciudad», reconoce, soltando una carcajada. Sin eufemismos y a las claras: van en grupo a un burdel.

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